By Alejandra Ocampo

 

Alejandro Magno, Alejandro el Grande, fue uno de los estrategas más reconocidos de la historia, un guerrero que jamás perdió una batalla, amo y señor de todo el mundo conocido durante el Período Helenístico, en el Siglo IV Antes de Cristo. Sus hazañas en el campo de batalla y sus conquistas son legendarias: fue Rey de Macedonia, Hegemón de Grecia, Faraón de Egipto, Gran Rey de Media y Persia. Sus dominios se extendieron hasta lo que son hoy India y Pakistán.

 

Era hijo del Rey Filipo II de Macedonia y de Olimpia de Epiro, y fue educado por su padre en lo militar y nada menos que por Aristóteles en lo intelectual.

 

Hay muchos mitos alrededor de la figura de Alejandro Magno. Uno de ellos sostiene que jugaba al chovgan, un deporte que en esos años practicaban los persas, que derivó en el actual polo. Por eso se dice que su gran rival, el poderoso rey Darío III de Persia, le envió una bocha y un taco, insinuando que debía quedarse en su casa a jugar al polo. Esto resultó un insulto para Alejandro, del que Darío iba a arrepentirse. La conquista de Persia, liderada por el joven rey macedonio en 331 AC, fue la más avasallante de toda la antigüedad de la que haya registros.

 

Si consideramos este mito, podríamos sostener que si Alejandro Magno jugaba al polo de la misma forma en que se desenvolvía en el campo de batalla, hubiera sido tal vez el primer 10 goles de handicap de la historia; una especie de Juancarlitos Harriott, Bautista Heguy o Adolfo Cambiaso de su época.

 

Y así como ocurre con estos grandes del polo Alejandro Magno por supuesto que también tenía su mejor y más querido caballo. Un hermoso caballo negro azabache con una mancha blanca en la frente en forma de estrella, llamado Bucéfalo. La historia de Bucéfalo, quizás el más famoso de la antigüedad, y cuyo nombre significa “Cabeza de Toro”, es tan legendaria y se encuentra rodeada de mitos, como la de su ilustre dueño.

 

Hay varias versiones acerca de su historia, pero la más conocida es la del historiador griego Plutarco. Según Plutarco, Bucéfalo fue adquirido por Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro, deslumbrado por la belleza del caballo. Pero, al poco tiempo, notó que Bucéfalo, que provenía de la mejor cría de Tesalia, en Grecia, era tosco, rebelde e indomable, sin permitir que nadie se le acercara. Ningún miembro de la corte, que además eran hábiles jinetes, se animaba a montar o domar a Bucéfalo, por lo que Filipo desestimó todas sus esperanzas para “civilizarlo”… hasta que apareció el joven Príncipe Alejandro, de tan sólo 15 años.

 

Alejandro se propuso una tarea imposible: domar al rebelde equino. Observando al caballo, se dio cuenta de que era desconfiado y asustadizo; su propia sombra lo atemorizaba. Entonces, el futuro conquistador utilizó un truco. Se acercó a Bucéfalo y lo puso de cara al sol mientras le iba hablando con suavidad. Ante el asombro del rey y sus cortesanos, Bucéfalo extendió sus patas delanteras hacia Alejandro y relinchó, como si reconociera a su amo. Pocos minutos después, y ante la sorpresa e incredulidad de su padre y de los cortesanos, Alejandro montaba a un irreconocible Bucéfalo. Su orgulloso padre le obsequió el caballo, diciéndole: “Hijo, búscate un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti”.

 

Alejandro había transformado a ese caballo salvaje en uno dócil y amable, y si bien Bucéfalo dejaba que los criados se ocuparan de él, solo permitía que lo montara Alejandro. Fue el compañero de ruta ideal del gran estratega, a quien acompañó en sus campañas por Asia. Juntos conquistaron el mundo.

 

Tras la batalla de Hidáspedes en el año 326 AC, Bucéfalo murió a los 30 años. Hay versiones que indican que murió herido en combate, y otras debido a su avanzada edad. Y si bien Plutarco avala ambas hipótesis, lo cierto es que todos los hitoriadores coinciden en que la muerte de Bucéfalo le produjo un gran dolor a su dueño, quien lo consideró vital para el éxito de su campaña y casi una extensión de su persona.

 

Por eso, a su muerte, y además de brindarle un funeral con todos los honores, Alejandro Magno decidió recordar la memoria de su fiel amigo al fundar una ciudad cerca de su tumba: Alejandría Bucéfala. La misma se cree que existió en lo que en la actualidad es el pueblo de Jhelum, en la Provincia de Punyab, en Pakistán.

 

La existencia de la ciudad es narrada en el “Livre de Alexandre”, una obra en verso medieval del Siglo XIII, que contiene un poema dedicado al noble y fiel compañero de Alejandro.